(Recuerdo del día en que volví a montar)
Ha sido mi pensamiento constante en estos meses. La meta en un horizonte plagado de sueros y calmantes.
Había contado las semanas en el calendario, lentas e impasibles. Pero finalmente ayer, por no oírme más, la cirujana me dio permiso para subirme a un caballo. No entendía mi empeño, pero acabó cediendo. Y hoy ha sido el día.
Dos amigas queridas me recogieron esta mañana camino de Agua García. El día amaneció precioso en Los Brezos, donde el bueno de Félix me había preparado una yegua tranquila, para que no tuviera que usar apenas el brazo que aún no puedo mover, tras la mastectomía.
Nada más bajar del coche, aspiré con los ojos cerrados el olor a tierra húmeda del picadero. El ritual de ensillar y poner las bridas era hoy una ceremonia para mí. Con el alma encogida me uní al paseo para adentrarnos en la laurisilva.
Yo iba la última. Y me quedaba atrás para disfrutar de la quietud del bosque. Solo se oían los cascos de los caballos, pero cuando nos envolvió la espesura de los helechos, parecía poder escucharse también el gorgoteo quedo del agua.
Tierra oscura de arcilla, pinos como agujas y la luz tamizada en mil tonos de verde. El corazón del bosque latiendo a nuestro paso.
Y la sencilla certeza de no haberme sentido viva hasta que volví a respirar las medianías de la isla sobre mi montura. Alma de amazona.
Volvimos despacio y en silencio, comiendo las moras silvestres que robamos al camino.
Ayer fue día de hospital. El lunes volverá a serlo. Pero ahora mi espíritu no vaga en la planta sexta de un edificio de cristal, entre batas blancas. Se ha quedado en el susurro del viento que acaricia los viñátigos centenarios del monte de Tenerife.
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