Cuando la vida te para
Hace dos años pensé que nunca volvería a caminar. Un proceso de estrés crónico unido a una lesión complicada me fue sumiendo, mes tras mes, en la inmovilidad. Sin saber que el año siguiente íbamos a experimentar un confinamiento mundial viví un entrenamiento previo a medida, en forma de largo encierro entre cuatro paredes. Y eso no fue lo peor. Tuve que dar a mis perros en adopción. Dejar de trabajar. Renunciar a hacer ningún plan con mis peques. Y empezar a aceptar que mi vida sería solo un pequeño reflejo de la de los demás, que entraban y salían y seguían adelante, mientras yo permanecía en una especie de retiro interior.
Un regalo inesperado
Un domingo cualquiera mi suegra apareció con varias flores de su finca en macetas para alegrarme un poco. Yo las miré con pena. Pobrecitas, destinadas a morir de sed o de inundación… Nunca he sabido cuál es el término medio necesario para mantener viva una planta. María las sacó al pequeño patio de luces del salón y, entre mi inutilidad y la falta de movilidad, pensé que no volvería a verlas.
Pero una mañana me vino a la cabeza, en el silencio de horas, que había alguien más en la casa. Me asomé a la ventana y ahí las vi, resilientes y en pie a pesar de la sequía obligada. Desvié la vista… al fin y al cabo, había decidido desde el principio que no eran asunto mío. Si me ponía a leer, seguro que se me olvidaban. Pero caía un sol de justicia, sabía que no llegaría nadie hasta la tarde que pudiera apiadarse de ellas, y me dije que por una vez les iba a echar un poco de agua, como se le da a un reo antes de su ejecución. Así que, a mi velocidad de tortuga, cumplí con el mandamiento de dar de beber al sediento, a pesar de las resistencias internas.
En flor
Después supe que los geranios son para principiantes, porque crecen hasta debajo del cemento. Pero que superaran la primera semana en casa manteniendo el tipo, me hizo sentir algo aquí dentro. Como si saliera vida de mis manos. Y poco a poco esos esquejes empezaron a echar hijos fuera de la maceta, y a florecer ante mis ojos. Cuando me fui a dar cuenta llevaba un mes cuidándolos, y ese mismo proceso iba mejorando mi propia movilidad. Poco a poco, a medida que el improvisado jardín crecía con las aportaciones de las visitas, casi sin darme cuenta empecé a soltar el bastón.
Terapia verde
Mi mundo físico empezaba a ampliarse. Pero la cabeza seguía anclada en el estrés adaptativo que sufría. Y la psicóloga que me trataba me recomendó, ahora que me ponía en pie, dedicarme a un trabajo manual que diera tregua a mi agotada mente. Algo que no conseguía solo con la inactividad. Así lo hice, y la vida me llevó hasta el voluntariado en un huerto urbano social. Allí reaprendí la felicidad de trabajar con las manos, de sentir en la piel el calor de la tierra, de entender los ciclos naturales y de saberme parte de un todo. Un todo que no piensa, porque solo necesita ser.
Un nuevo horizonte
Ese idilio con la naturaleza me empujó a dos puntos clave: a volver al trabajo, y a matricularme en la universidad para estudiar un año de Agricultura Ecológica. Mi nuevo puesto laboral estaba ligado a la Innovación. Y el conocimiento que me regalaba el campo, haciendo sinapsis con un poso de años de dedicación al turismo y a la transformación digital, me ofreció una visión clara de que sólo seremos un destino turístico inteligente desde la sostenibilidad. Porque no podemos evolucionar como sociedad si nuestra relación con el medio natural no se funda en el conocimiento y el respeto.
El cambio empieza dentro
No ha habido un solo día desde que volví a caminar que no haya atesorado con mimo los momentos de tocar la tierra o de salir a respirar al bosque, para escapar de la ciudad. Han llovido quince meses desde entonces. Durante el confinamiento daba gracias por tener un perro y un parque cercano que me recordaban que había algo más allá de las videollamadas y la constante hiperconexión laboral. Y tan pronto se abrió la veda, hemos adoptado la costumbre de caminar cada domingo por los montes de la Isla.
Pero me quedaba un sueño por cumplir. Y era el de empezar a ser parte del cambio. De aplicar a mi realidad los principios de la vida sencilla y autosuficiente. En marzo pasado el destino nos llevó a mudarnos a una casa junto al mar que tiene un terreno chiquito donde sembrar. Y aunque hemos estado semanas dedicándonos a colocar muebles, armarios y libros, la magia ha empezado cuando este domingo, con muchísima emoción, hemos plantado el huerto en familia. Manos pequeñas han ayudado a colocar el riego, hundido con mimo las plántulas en los canteros y rotulado los cultivos. Una estampa que se queda en mi memoria para siempre.
Ya empiezan a crecer las lechugas y las sandías, las calabazas y los pimientos. Cuento los días para que mi suegro me dé cañas a las que atar las futuras matas de tomates, y para que cada una de nuestras niñas y niños recoja el primer fruto de lo que ha sembrado. Y me siento en las tardes largas de un verano inminente al borde del pequeño huerto, a sentir crecer la hierba y a respirar la paz de esta bendita nada cotidiana.
Las plantas nos recuerdan el ciclo de la vida: aunque parezca que las cosas acaban, solo están empezando a nacer de nuevo.
Bajo mi punto de vista, solo hay una cosa mejor que un jardín, que es un jardín comestible…
Muy cierto, qué concepto tan zen ;-). Gracias por tus palabras, y por seguir estos sueños.