Érase una vez una mujer ordenada. Érase una tabla de excel en movimiento. Organizada, responsable, capaz. En ella cabía un universo alegre y sociable, y se hubiera dicho que lo tenía todo. Y tal vez era cierto.
Pero lo que no sabía es que también había mucho que le sobraba. Y eso, que era algo evidente para otras personas, no lo era para ella. Y es que, sin notarlo, estaba envuelta en capas y capas de papel de embalar. Pliegos enteros que, como las tablas de Moisés, se ceñían a su cuerpo con el abrazo apretado de los dogmas de fe.
En uno se resumía el estatus anhelado de buena hija, buena madre, buena trabajadora.
En otro cabía el credo entero de la sociedad de bien: no cuestionarás, no tendrás ideas propias —que ya te damos las nuestras—, no ofenderás con comportamientos contrarios, no reivindicarás, harás buenas las enseñanzas patriarcales…
Las había para todas las circunstancias y ocasiones.
Esas sábanas de papel marrón, inconscientemente, la hacían sentir cómoda. Como a las criaturas el fajado de las abuelas. No hay hacia donde moverse, así que… vamos a quedarnos quietas, que se está a gusto.
Su biografía, a pesar de todo, había estado llena de vida. Pero sotto voce, no fuera a molestar a la buena sociedad con un beso a su novia, o una opinión a contracorriente.
Entonces su historia se paró en seco, con una enfermedad que le mordió duro. Y en los meses de convalecencia, el cartón piedra en el que se había convertido su funda ya no ajustaba. El aire empezaba a circular entre su cuerpo y el vestido de la normatividad, y por primera vez se dio cuenta de que lo llevaba y de que, curiosamente, ya no eran uno. Y se sintió aún más incómoda que cuando no sabía que lo tenía.
Y una noche de noviembre, asomada al hueco que se había abierto espontáneamente en el grueso muro de su salón, y al que le gustaba acercarse para acechar el reflejo de la luna, empezó a escuchar a lo lejos el sonido de una pequeña cabalgata.

Al frente una mujer preciosa. De una belleza como ella nunca había conocido. Con mucho desparpajo le hizo señas para que bajara a la calle, y ella lo hizo, y se vio compartiendo un baile ritual, apasionado y lleno de significados. Porque, sin haberla visto nunca, supo que se estaban reconociendo. Y decidió no soltarla de la mano.
Ese capítulo es una muñeca rusa, que tiene dentro otra, y que tiene a su vez otra, y podríamos seguir así hasta el infinito. Pero la historia que hoy nos ocupa es la del cortejo de la mujer misteriosa, y de ella hablaré. Porque bailaba desnuda, sin más ropa que un velo que movía con gracia al danzar, y que contrastaba a ojos vista con el vestido acartonado de su pareja de baile. Y porque los personajes que formaban el desfile nacían de ella, de su imaginación desbordante, de su rebeldía natural, de sus deseos de aventura, de su falta de convencionalismos…
Malabaristas, acróbatas y danzarinas hacían un canto a la vida siguiendo su ritmo, homenajeando sin palabras a otras mujeres que, como en ella, habían elegido quitarse la coraza para bailarle al amor. A mujeres valiosas y únicas que la habían precedido en desfiles similares, más antiguos que el propio mundo.
Y nuestra protagonista supo entonces que había otras maneras y otros pensamientos. Que había luchas por las que valía la pena mirar hacia dentro sin preocuparse por lo que se dictaminara fuera.
Y cuando apretaba la mano de su acompañante en señal de aceptación y de complicidad, su vestido comenzó a caer, hoja a hoja, como si el otoño hubiera esperado a ese preciso instante para comenzar.

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