Me gustan las mujeres desde que tengo uso de razón. Aunque la España de los 70 no era el mejor sitio para decirlo en alto.
Así que aprendí pronto a esconder las emociones del primer amor, a vivir en la clandestinidad y a evitar el decálogo social de preguntas curiosas. El armario ya estaba en construcción.
Luego hubo tiempo de perfeccionarlo, jugando al escondite con los demás y conmigo misma. Hasta que encontré a mis iguales: no solo a las que sentían como yo —esas siempre estuvieron—, sino a las pocas que se atrevían a ponerle voz. Y con las primeras manifestaciones y panfletos fueron cayendo tornillos de la estructura y alguna bisagra.
Con el tiempo formé una familia, y desde que se aprobó el matrimonio igualitario regalamos a nuestra prole el derecho a tener dos madres en lugar de una. Fue una boda íntima, de puertas adentro. Ya bastante era que diéramos el paso, tampoco era cuestión de publicarlo.
Sin embargo, en el anonimato de la calle me era más fácil hacer activismo, militar en asociaciones LGBTI, patear la ciudad pancarta en mano y coger el megáfono cada Día del Orgullo. Tanto, que hasta creí que era la perfecta lesbiana visible. Pero mientras el armario se mantenía más o menos en pie, con alguna madera en buen estado.
Y la vida siguió su curso. Un segundo matrimonio sucedió al primero. Nos casamos el año pasado: dos mujeres a punto de cumplir los 50 y con ganas de fiesta. Y ahí te das cuenta de que lo que te pide el corazón, a la cabeza le cuesta. Qué necesidad de buscar problemas familiares pidiendo que se ilusionaran como nosotras: para crear un cisma, mejor no nos hubiéramos metido en eso.
El armario, hecho astillas
Pero entonces comenzó el activismo profundo. El de dialogar con quienes más te quieren para que sean justos, y entiendan que una pedida de mano es igual de importante aunque seamos dos mujeres. El de no dar un paso atrás. El de transmitir el orgullo a nuestras hijas e hijos, y hacerles sentir que merecen ser visibles. Aunque a la sociedad le cueste. Ahí sentí que rompía lo que quedaba de armario, y quemaba hasta las astillas. El resultado fue una boda absolutamente mágica, a la que no faltó nadie, y donde triunfó el amor.
Ya no siempre voy a la manifestación del 28J. Pero he dejado de esconderme en los eufemismos y me refiero a María como ‘mi mujer’ en cualquier situación, por mucho que el repartidor de butano o la chica de la gestoría se sobresalten. Y quizá seamos la única pareja de mujeres de nuestra edad que camina de la mano por la ciudad, y que se besa en público, sin la protección de una pancarta y de un grupo de iguales. Las nuevas generaciones ya lo traen de serie, pero para las niñas de la sociedad tardofranquista ha sido otra la historia, y hemos tenido que ganárnoslo a pulso.
Así que cuando este año vea la cabalgata del Orgullo pasar por mi lado sonreiré sabiendo que, libre de armarios, yo ya bailo a Gloria Gaynor cada día.
Este artículo fue originalmente publicado en el blog Más de la mitad, del periódico 20 Minutos
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