Estos días ando a vueltas con el corazón, supongo que como final de un ciclo de varios años en el que me he enredado en la madeja de los amores difíciles.
Y es la primera vez en este tiempo en que consigo entender que hay una pauta en todo esto: que cuando mi gente me dice que mi vida da para escribir una novela, la razón del drama no está solo en las mujeres con las que me tropiezo, sino en lo que realmente me atrae de ellas.
Desde niñas se nos educa para el amor. Llevamos siglos de historia a la espalda que nos sitúan en el ámbito doméstico, sin pensamiento crítico ni voz propia, relegadas a lo íntimo y con el único reconocimiento social del matrimonio y la maternidad. Nuestra emancipación es reciente y precaria, y aún no nos ha dado tiempo de superar ese planteamiento tan arraigado en nosotras de que la mujer es objeto, nunca sujeto, del amor.
Esta base social no ayuda a vivir relaciones sanas, porque muchas mujeres aprendemos a valorarnos en tanto que somos queridas. Y a entender que todo vale para lograrlo, porque el amor es sacrificio, el amor es entrega. Cuando nos arrimamos a quien no nos quiere bien y nos dejamos envolver por su tamiz, se cuela también una dosis de sufrimiento.
El problema es evidente: en nuestra sociedad el amor generoso no está de moda. Los estereotipos potencian a la persona vividora y soberbia frente a quien te trata con cariño y respeto. Si encima te gustan los retos y tu mente hace clic ante un discurso diseñado para generar mariposas sin querer llegar al fondo del asunto, estás perdida.
Enamorarse del amor
Cargamos de cualidades a esas personas que no nos quieren por ser quienes somos y que nos hacen renunciar voluntariamente a lo que nos hace felices. Y sin embargo, por ellas estiramos al máximo nuestra capacidad de sufrimiento. Ahí es donde nuestra idea equivocada del amor encuentra un amplificador en la sociedad –que nos valora por ser sumisas y abnegadas– y ya no hace falta hacer más. El tendido eléctrico está creado, y ahora vete a cortocircuitarlo. Empiezas a aceptar que no alabe tus éxitos porque solo existen los suyos; que ponga coto a tu presencia en su vida, porque se considera un ser libre; y empiezas a ser su marioneta por amor. Por el amor que tú pones en la relación, porque obviamente no es correspondido más que en la forma.
Hasta que un día la otra persona siente que puede perderte. En ese momento pasas repentinamente a ser centro de su atención. Y, por supuesto, es cuando te plantea que hay que avanzar como pareja. Aunque tú ya tengas un pie fuera, sus palabras te hacen sentir que el sufrimiento ha valido la pena. Y vuelve a prender la chispa de la pasión, pero no te das cuenta, no quieres saber que no hay nada más detrás.
Estos amores tóxicos no solo son malos en sí mismos. En función de la persona, pueden llegar a serla perfecta antesala al maltrato. Y con una prevalencia de relaciones violentas en torno al 30% de la población, el riesgo es enorme. Nos jugamos demasiado si no accionamos un cambio en nuestra mentalidad, ergo, en nuestra manera de relacionarnos.
Un pequeño test a tiempo
¿Y eso cómo se hace? Me temo que no hay remedio en forma de pastilla, sino como proceso interior. Se trata de valorar en la otra persona aspectos más realistas que la pasión. ¿Es tu felicidad tan importante para ella como la suya propia? ¿Se siente bien cuando tú lo estás? ¿Le importan tus pequeñas cosas? ¿Te dedica tiempo? ¿Te respeta? ¿Es desinteresada o eres una relación ajustada a su propia conveniencia?
Si lo analizas y se suceden las respuestas afirmativas, vas por buen camino. El problema es que el amor incondicional y tranquilo no nos despierta emoción a quienes tenemos el filtro mal calibrado. Y entonces se impone un ejercicio de aprender a querer sin sacrificios, cambiando poco a poco la erótica del masoquismo por la de la honestidad. Porque el amor es acoger y compartir, y no necesitas vender tu alma al diablo para ser amada. Ese planteamiento solo nos ha servido como pasaporte a la infelicidad. Y ya es hora de viajar a sitios mejores.
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