Me equivoqué de estación

22 de junio de 2014

Nos reencontramos después de años, al empezar la primavera. Recuerdo que te vi llegar como un meteorito, entre bolsas y el aleteo de tu falda, a la plaza donde te esperaba. El sol lagunero templaba las calles, después de un invierno cerrado, recogido en sí mismo, y tu sonrisa inundó la tarde con un brillo desconocido.

Cuando nos despedimos, porque –mujer comprometida– te ibas a un ensayo de teatro social, nuestro abrazo nos dejó pegadas sin preguntar, y no sabíamos cómo volver al guion. Así que tuvimos que vernos de nuevo esa noche, y caminar la madrugada hasta encontrarnos, hablando de lo divino y de lo humano como si no hubiera un mañana.

Y así empezó nuestra amistad, mientras yo buscaba el amor en otros derroteros. Conversaciones sin fin, salpicadas de tardes de sillón, siempre con buenas películas con las que reír, debatir y llorar sin tapujos, porque eso es lo mejor de las amigas, ser una misma hasta con los ojos hinchados y moqueando, y que eso acabe en mortal ataque de risa.

Comfy Spot

Me sentía tan cómoda contigo… Y poco a poco ibas entrando en mi vida, en las situaciones más cotidianas, como cuando me acompañabas al taller pertrechadas las dos por la calle con las bicicletas de mis peques, o aparecías cargada de cosas ricas para hacerme la cena mientras acababa un artículo que tenía que entregar. Te sentía trasteando en mi cocina, como si el olor del mediterráneo entero lo hubieras traído contigo, y esa armonía se parecía mucho a la felicidad.

Y después de semanas intensas, en las que descubrí la sintonía natural que tenías con las personas importantes de mi vida, como cuando mi hijo pequeño se cogía de tu mano al caminar como si siempre hubieras estado a su lado, empecé a separarme de ti para no hacerte daño. Porque había llegado a mi vida alguien que encajaba con mi búsqueda, que cumplía los requisitos para enamorarme. Y mi mente se llenó de retos, y se puso en modo conquista. Y no hubo qué no hiciera para poner mi bandera en esa plaza.

Así que puse distancias contigo, para no pasar de la puerta. Pero cuando llegaba a casa a quien echaba de menos era a ti, y te pensaba y una sonrisa enorme venía a mi recordando la tuya. Qué maravillosa es la amistad cuando se da así: qué suerte encontrar un alma que va pareja a tu lado, a pesar de ser tan distintas: tus faldas y mis corbatas, tu montaña y mi ciudad, el cuero contra el acero.

Y el viernes viniste a cenar, y nos tomamos un vino en la cocina, como tantas veces. Y una vez más estabas atenta a mi sonido interior, y compartimos cada detalle de la intensa semana que acababa. Pero al irte me dolía la distancia que me obligo a mantener contigo como si quemara. Y esa noche tuve una horrible pesadilla en la que soñé que perdía tu amistad y lloré como un niño hasta que oí tu voz en el teléfono. Y no, no te enfadó que te despertara de madrugada. Y me consolaste como solo tú sabes, haciéndome sentir que estás ahí siempre, incondicionalmente.

Finalmente ayer nos encontramos por un juego del destino. Apareciste con tu sonrisa, esta vez levemente ensombrecida por el cambio de tercio que daba mi vida. Y que podía favorecerte, pero una vez más me demostrabas que te importa mi felicidad por encima de tus intereses.

Y de repente te vi. Después de dos meses de mirarte sin verte, entró el verano y se lo llevó todo. El cambio de estación nos dejó desnudas, frente a frente, sin más armas que la complicidad y nuestras sonrisas. Y el solsticio me trajo la noticia de la amistad transformada en amor.

Y tenías razón, cariño: el amor es fácil. Solo que yo no lo sabía.

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