Pocas veces he tardado tanto en acabarme un libro. Y eso que cuando me lo regalaron, parecía que entre sus páginas podía encontrar el árnica para aliviar las heridas de la relación de maltrato emocional de la que estaba saliendo.
Porque Marcela Serrano cuenta en él las peripecias de un grupo de mujeres que se reúnen en ese albergue del Chile más rural y profundo para curar las cicatrices profundas del desamor.
Pero aunque la historia tiene ritmo y cadencia, yo solo alcanzaba a leer un par de páginas cada noche. Quizá porque en este tiempo he tenido que centrarme en la logística de arreglar los desaguisados que provocó una experiencia como esta en mi vida y en mi ánimo.
Y así, lo que ha pasado es que los capítulos no marcaban la senda, sino que me acompañaban en ese camino que tenía que recorrer sola. Porque bajar a los infiernos para reconocer la maldad y la dominación egoísta de quien debía quererte en lugar de maltratarte es un proceso absolutamente personal. Y no se vive en ningún texto, solo en tu propia piel.
Yo no sé qué hubiera sido de mí si no hubiera tenido luz en este proceso. Adivino que mi autoestima estaría hundida, me creería causante del problema —tal es el poder de manipulación de quien ejerce violencia psicológica— y hasta hubiera aceptado dar otra oportunidad, creyendo que todo era un tremendo error que tendría explicación.
Formarme en los mecanismos de la violencia intragénero me hizo no aflojar, y hoy estoy fuera del alcance de mi maltratadora. Pero tan importante como eso, que me permitió no alargar la agonía innecesariamente (¿cuántas personas no la sufren durante años, como una montaña rusa de la que no consiguen liberarse…?) ha sido contar con el amor de quienes me han llevado de la mano desde el primer día. Dos mujeres que, sin ser amigas íntimas, se hermanaron conmigo y me dieron las herramientas para entender, para actuar, y para quererme más que nunca.
Es una deuda que ya no podré pagar, como la que tengo con quien me ayudó a plantarle cara al cáncer. Pero hoy que acabo el libro que ellas me regalaron, siento que no puedo pasar página a este episodio doliente de mi vida sin darles las gracias por tanto. Por las horas robadas al tiempo para tomar el pulso a mi corazón. Por ayudarme a analizar y a aprender. Por su empatía, sus pellizcos de realidad y esas risas que no han faltado ni un solo día en estos meses.
Gracias, amigas, por abrir la puerta del albergue, abrigarme el corazón y hacer de las nubes grises una preciosa lluvia multicolor.
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