Ella es menuda. Sus pies, pequeños y descalzos, la llevan por la vida con pasos silenciosos pero seguros.
Vive en la puesta de sol, allá donde habitan las ballenas. Su jardín se abre al océano, sin tránsito aparente entre los altos acantilados y el mar de la calma que espejea a sus pies. Porque es un ser de agua, y desaparece cuando nadie la mira para jugar con las olas.
Me gusta observarla. Sus manos morenas siguen una cadencia ancestral cuando envuelve su figura de princesa hindú en el largo pareo, que ajusta a su cuerpo como una segunda piel, revelando curvas sorprendentes para su hechura. Y luego esas manos recogen con movimientos hábiles la melena ondulante que cae sobre sus hombros, y se van, laboriosas, a preparar el agua para el té, o a lidiar con verduras, arroz y especias desconocidas que se van abriendo paso en mi paladar curioso.
Otras veces soy yo quien juega a sorprenderla, pero entonces la forma en que recoge flores del jardín y decora la mesa llena el ambiente de una armonía nueva, y todo cobra a su paso un brillo distinto.
Ella no vive en el ayer, ni en el mañana. Disfruta intensamente del hoy, y sonríe indulgente ante mis reservas emocionales, de las que ella, en su sabiduría, carece. Porque ha aprendido a aceptar la vida como viene, y sabe que ahora es el momento de crecer y compartir la abundancia.
Con ella aprendo que el amor puede ser fácil. Y que puede ir a favor de mi propia esencia: sin luchas, sin renuncias.
Ella vive en la casa donde acaba el arcoíris, ese lugar de risas, música y besos al que vuela mi pensamiento cada vez que lo dejo suelto. Y adonde me transporto para cargarme de armonía, soñándola en la luz del atardecer, cuando no duermo en sus brazos.
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