Acabó junio con un golpe seco, que encerró en el armario mochilas y libretas escolares. El mundo se volvió naranja, el color de las camisetas del campus deportivo de mis peques. Y gris y húmedo a mis ojos, al preparar por última vez el uniforme de la guardería a un principito rubio que ha crecido demasiado.
Llegaron las tardes de lectura: ahora hay más tiempo para holgazanear entre cojines con un pasaporte a la aventura en las manos.Y con ellas las cenas tempranas, nuevas recetas y un arcoíris en la ensalada. Y ese olor a niñez y a besos que flota en la casa cuando queda en silencio.
Mi guitarra huele a madera. Y en la cocina perfuman los paraguayos. Tacto fresco de sábanas azules. El calor en la calle derrite, y salgo de casa con ganas de volver a las persianas entornadas y al té de menta.
Y llega luego mi cumpleaños. Tarta casera de limón, risas y canciones de colorines. Tres generaciones familiares unidas por el apasionante lenguaje de la música.
Pero también hay tiempo para perderse. Para siestas perezosas y un baño en la playa al atardecer. Me salpicas de espuma, sirena traviesa, y me zambullo entre reflejos azules, llenos mis sentidos de maresía. Luego, en la arena, el cielo se enciende y se deshilachan las nubes y mis ganas sobre tu acantilado.
Recorro tu hombro despacio con la yema de los dedos. Todo el calor del sol recogido en tu piel oscura. Mis manos te reconocen y te leen. Saben que si me acerco más a ti, tus besos sabrán a lluvia.
Es lo que me fascina del verano. Cambio el verbo pensar por el de sentir, y a mi alrededor cada pequeño instante se vuelve mágico.
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