En la Semana Santa de 2013, pensé que pasaría unos días tranquila, sola en casa, barnizando madera, ordenando papeles viejos y viendo películas. En lugar de eso, acabé yendo al monte y pasando las vacaciones más auténticas que recuerdo.
Porque cambié la radio por la guitarra, los tambores y la flauta. Mi cama por un saco. Ladrillo por tela.
Porque usé cáscaras de melón como crema y me di baños de arcilla.
Porque abracé los árboles y me abracé a mi chica como si no hubiera un mañana.
Porque conviví con cuatro mujeres increíbles, que me hicieron reír a carcajadas, jugar como una niña y compartir conversaciones de las que cambian el mundo.
Porque reviví el calor de la amistad. La emoción de descubrir al ser que habita en otra piel. La complicidad que se da entre mujeres cuando los astros se lo proponen. Y los nuestros andaban alineados.
Vida conectada
Vivir a dos mil metros de altura. Yoga y taichi al salir el sol. Masajes a ocho manos. Cinco mujeres, tres nacionalidades y una deliciosa inmersión en spanglish. Paseos a la sombra del Teide. La Palma encendida en el horizonte al caer el sol. Sesiones de acupuntura, bailar tango con los pies descalzos, cocina a fuego lento, agua helada que sale de la entraña del volcán. Aprender a comer con las manos. Conexión en vena con la Madre Tierra en cada gesto, en cada silencio.
Siempre que regreso de dormir en la naturaleza me parece que en la ciudad los edificios recortan el universo estrellado. Y hoy echo de menos, como nunca, el sonido nocturno del monte.
Por eso, aunque mi casa se asoma al mar, necesito deslizarme entre las sábanas de mi cama, apagar la luz y trasladarme muy arriba. Hasta los montes de la Isla, oscuros, callados, bajo ese cielo negro roto de estrellas que una y otra vez me estremece de tan intenso.
Y mi cuerpo recordará el sonido de la pinocha al caminar descalza, el olor del fuego, arcilla en mi piel. En esos días en que aprendí que los relojes son de sol, que la tierra nos da lo que necesitamos, que las manos son cucharas y que el tambor suena y retumba en el pecho y no hay que pensar, sino seguir su ritmo ancestral.
Mis antepasadas, las nuestras, también sintieron así. ¡Qué bueno es recordar de dónde venimos! Yo ya no olvidaré el camino de vuelta.
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